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Una historia de amor

POR: Juan Francisco Santana Domínguez

 

Escribía Michelet, el gran historiador francés del siglo XIX, en su libro “El amor” esta definición de ese sentimiento, que a mí, particularmente, me encanta:

“El amor es indudablemente llama, deseo y paraíso que puede encontrarse en todas partes, pero es también un cultivo, y exige algún tiempo y recogimiento para que pueda conocerse, comprenderse y penetrar poco a poco, día por día y por grados en el alma”.

El presente escrito, que comienzas a leer, tiene muchísima relación con lo que escribía Michelet. Se trata de una hermosa historia de amor y es por ello que les invito a acompañarme en su lectura porque me emocionó muchísimo y que al escucharla, de boca de uno de sus protagonistas, me llevó a escribirla para que no quedara sólo en la memoria de la persona que la vivió.

En la historia que, en esta ocasión, les hago llegar se demuestra que el amor nos hace estar realmente vivos, a pesar de que sólo sea una realidad en nuestros sueños. En principio hay que decir que aquel amor comenzó siendo muy jóvenes y que moraban en un lugar en el que, por las características geográficas y por las del poder del dinero y el de la procedencia de las familias, se encontraban alejados por eso que se hacía llamar la absurda, e injusta, barrera de la categoría social. Ella residía en los alrededores de la carreta general, rodeada de gente adinerada, mientras él, sin embargo, vivía en el lado contrario, caracterizado por una mayor humildad, de más sencillez, de más sentimiento de vecindad y apego al entorno. Aquellas diferencias sociales hicieron que aquel pueblo se dividiera, de forma tajante, en el de los pobres y el de los ricos, el de los poderosos y el de los humildes, el de los trabajadores y el de los dueños de tierras y negocios, a los que algunos denominaban los amos.

Todas aquellas diferencias, que alejaban y posicionaban al resto, a la pareja de enamorados parecía que les acercaba muchísimo más. Creció, en ellos, el amor juvenil que todo lo puede y buscaban la manera para esquivar las inquisidoras miradas, los reproches y la violencia, física y psicológica. Jugaban a ser escaladores y edificio alto que se encontraban para ellos era como culminar la subida al cielo, al paraíso en dónde disfrutaban al máximo de lo posible y de lo no posible. Jadeantes llegaban a aquellas protectoras azoteas, a aquellas consentidoras escaleras, y los besos y abrazos comenzaban a entrar en un juego vertiginoso y apasionado que hacía que los jóvenes y bellos cuerpos se transformaran en uno solo, fusionados hasta más no poder y así pasaban las horas que han quedado marcadas a fuego en la memoria de un buen amigo. Fue él, el protagonista de aquella linda historia, el que me contó lo que yo, a mi modo, he querido hacerles llegar porque pensé que no se debía quedar sólo en su memoria, algo atormentada, y sí que otras personas pudieran conocerla.

Estamos ante una de aquellas historias de amor imposibles de olvidar, que han traspasado la frontera del tiempo y de la vida misma. Me comentaba que había bebido, aquella tarde, para hacer posible lo imposible. Con emoción y lágrimas en sus ojos me comentó que a pesar de haber realizado su vida, de haber tenido la posibilidad de formar una familia, en la que era muy feliz, aquel amor prohibido seguía siendo su auténtico y verdadero amor. Tanto que, a pesar del paso de los años, el tacto, la sonrisa, los besos de su amada se hacían presentes una y otra vez. Se trataba de un olvido imposible y además, sin ninguna duda, siempre lo quiso tener presente. Nunca se había ido de su lado porque su aroma y su presencia eran requeridos a cada instante, con cada respiración, con cualquier sonrisa allí estaba ella y pensó que así siempre seguiría a su lado.



Pasaron los años sin poder evitarlos pero hoy, una vez más, me comentó, con lágrimas en sus ojos, que había venido a verla. Me dijo que ella se encontraba muy cerca y me invitó a que le acompañara. Se seguían viendo a escondidas. Después de unos minutos nos acercamos a su morada. El olor a flores silvestres nos embriagaba y nos invitaba a aspirar, profundamente, como si quisiera darnos la bienvenida. Aquí está ella, me dijo. Murió hace unos años pero sigue conmigo, muy junto a mí. Aquella era su historia de amor, dura y a la vez dulce, imposible y a la vez real como el sonido del viento. La quise, me dijo, más que a nada en el mundo y sigo queriéndola de la misma forma. Nos arrebataron la posibilidad de formar juntos el hogar que deseábamos pero no han podido evitar que los sentimientos perduren más allá de lo que pudieron imaginar. Esta es la historia de mi amor, siguió diciéndome, de mi gran amor, del amor eterno.

Aquella narración, tan sentida, me impulso a escribirla, a mi manera, como regalo de compromiso. Él cerraba los ojos y parecía como si la besara. Era algo impresionante. Me supongo que ese amor continuará siempre y que el pasar al estado de la no materia ambos se podrán encontrar y nadie ni nada impedirá su deseado encuentro y el disfrute de aquel juvenil compromiso. Los prejuicios y las diferencias sociales hicieron que aquel deseo se convirtiera en un amor para la eternidad y eso no todos lo pueden cantar y contar. Pocos amores logran traspasar las fronteras del tiempo y este es uno de ellos. Nos alejamos del cementerio, sin dejar de hablar de su amada, y su voz se fue quebrando y el silencio se hizo presente. Nos dimos la mano y un abrazo. No hicieron falta más palabras y, presenciando su partida, me quedé, muy emocionado, en aquel lugar mágico y, estando rodeado sólo por el silencio, alguien, con una mano muy fría, me tocó el hombro y me invitó a sentarme, entre aquella hermosa y olorosa floresta. Me dijo que quería contarme su tierna historia de amor.

Juan Francisco Santana Domínguez

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